22/5/11

Estrés postraumático, la cara oculta del accidente


Son algo más de las cinco de la tarde. Una abuela recoge a su nieta a la puerta del colegio. Mientras la mujer habla con su vecina, la niña se suelta de la mano, cruza la calle sin mirar y acaba atropellada por un conductor experimentado que circula correctamente. Un peatón que aguarda en la otra acera contempla la escena con total impotencia. Desgraciadamente, la niña muere pocos días después.
Ninguno de estos tres implicados ha sufrido daños físicos. Sin embargo, sus vidas van a cambiar, cada una de una forma y en un grado diferentes, ya que cada uno de ellos ha experimentado una
vivencia distinta dentro del mismo suceso. Estos tres implicados tienen una elevada probabilidad de sufrir un trastorno por estrés postraumático.
Esta historia está basada en un caso real.


Un día más encerrados en esta vida

Como cada mañana desde aquel fatídico día, el Conductor se ha levantado sin apenas haber dormido. El estrés preside su vida desde entonces y hace meses que no logra conciliar el sueño. Se repiten las pesadillas una y otra vez. Aquella niña ríe mientras salta a la calzada sin que él pueda hacer nada por evitar lo que nunca debería haber ocurrido. El Conductor enciende la tele y, cuando en las noticias hablan de los muertos del fin de semana en la carretera, de un manotazo cambia de canal. Aparece entonces en pantalla un anuncio de la DGT y soltando un grito el Conductor apaga el aparato.
Está a la que salta. Baja a dar una vuelta por la calle y de repente escucha el frenazo de un coche. Él da entonces un respingo y el pulso se le acelera. Pasan unos críos jugando y cuando uno de ellos chilla es como si el Conductor reviviera toda aquella escena, toda aquella sangre, toda aquella desesperación. Y decide volver a su casa y recluirse en ella. En el trabajo se les está acabando la paciencia con él, pero el Conductor no se ve con ánimo de responder a los avisos que le dejan día tras día en el contestador.
Ya le ha dicho mil veces a su mujer que cierre las puertas con cuidado, que no soporta los portazos. Que todo le recuerda a aquel fatídico día. Que ya no puede más. Y su mujer vuelve a preguntarle por qué no va al médico, mientras él, en silencio, se sirve una copa, una más, que le ayude a olvidar por un momento lo que sucedió aquel fatídico día. El que marcó un antes y un después. El que marcó el principio del fin.
Su mujer tampoco puede más con esta situación. Ya no tiene fuerzas para continuar con él. Desde aquel fatídico día que todo lo cambió, se encuentran encerrados en esta vida.

No hay vida desde que ella se fue

La Abuela ya no sale de casa. Desde aquella tarde en que todo cambió a las cinco y diecisiete minutos, la Abuela ya no es lo que era. Ve una y otra vez a la niña, su niña, saltar y correr por la casa, por el parque, por la calle. Por la calle. La Abuela vuelve a ver a la niña, su niña, que se le escapa de la mano una vez más, y esa es la última. Todo se rompió aquella tarde a las cinco y diecisiete minutos.
Ya no tiene ganas de vivir, la Abuela. Lo ha hablado con su hija, que está deshecha de dolor. Se lo ha contado aunque no tiene ganas de hablar. No tiene ganas de nada. La Abuela se encuentra mal y los médicos no le dicen lo que tiene. Pero ella lo sabe. Dentro de su cabeza, a la que tantas vueltas le ha dado últimamente, ella sabe lo que tiene. La Abuela tiene un enorme vacío desde aquella tarde en que todo murió a las cinco y diecisiete minutos. Y ahora le falta la niña, su niña. Desde las cinco y diecisiete minutos de aquella tarde, la Abuela se quiere morir.
En la medida de lo posible, su hija y su yerno la intentan consolar. No fue culpa suya, le cuentan. Pero no es la culpa lo que tiene completamente hundida a la Abuela. No se siente culpable. En realidad, la Abuela no se siente nada. Lo único que le ocurre es que desde las cinco y diecisiete minutos de aquella tarde no ha habido más horas ni más tardes. Porque la niña, su niña, ya no está. Y sin la niña, sin su niña, la vida no es vida.

El hombre que lo vio todo no cuenta nada

Lo vio todo, pero no quiere explicar nada a nadie. La gente se pone muy pesada cuando se enteran de que has sido testigo de un hecho tan brutal como este. ¡Morbosos! Los vecinos que antes le ignoraban ahora le saludan, convencidos de que antes o después el Testigo les contará los detalles de una imagen que es imposible de borrar de la memoria.
No tiene ganas de comer ni de salir a pasear con la mujer. Ella le ha dicho que vaya a ver al médico, y seguramente lo hará porque no hay forma de que olvide lo que aquella tarde vio desde la acera. Aquella niña riendo, aquel coche que iba por la calle, y luego…
Tantos años yendo aquí y allá con el camión y ahora el Testigo es incapaz de conducir. No sabe cómo se ganará las habichuelas de ahora en adelante, pero la simple idea de ponerse al volante le produce pánico. Incluso ha tenido problemas con la mujer, porque cuando lleva ella el coche el Testigo se pone muy nervioso. “¡Cuidado!”, le grita al ver a un chaval que corretea por la acera. La mujer se le enfada y le responde de forma agria: “¿Acaso no confías en mí?”
No es que no confíe en ella. Es que la vida es una mierda. Es que cuando parece que tienes algo en realidad no tienes nada. Es que el Mundo no es justo. Es que aquella niña tenía toda la vida por delante…
Es que aquella tarde él no tenía que haber estado en aquella acera.
Es que él no hizo nada por evitar lo que ocurrió.

No es sólo cosa de veteranos de guerra

Normalmente relacionamos el trastorno por estrés postraumático con las películas de veteranos de guerra o con los supervivientes a grandes atentados como el 11-S en Nueva York o el 11-M en Madrid, pero lo cierto es que para sufrir este trastorno no es necesario haber pasado por un gran cataclismo social como los mencionados. De hecho, acudiendo a la consulta del médico es más que frecuente encontrarse con personas que sufren estrés postraumático ocasionado por la siniestralidad vial. Como en el ejemplo que ilustra este post, no es necesario ser víctima física de una colisión o un atropello para sufrir un trastorno de estas características.
Es completamente normal que días después de haber vivido una situación límite la persona experimente miedo o se vea a sí misma una y otra vez reviviendo la experiencia, evitando hablar del tema, etcétera. Es una forma que tiene la mente de protegerse ante un suceso que supera al más pintado. El problema real viene cuando estos síntomas se repiten durante un mes, por ejemplo. Ahí quizá no estamos ya ante un simple mecanismo de defensa, sino que puede haber algo más. Y si la cosa se va hacia los tres meses, estaremos ya ante un trastorno crónico.
Hay que tener en cuenta que el trastorno por estrés postraumático no afecta por igual a todos los involucrados. Dependerá, por ejemplo, de lo vulnerable que sea cada cual a este tipo de experiencias. En ocasiones este trastorno ni siquiera se manifiesta de forma evidente, sino que queda larvado y afecta a la persona mucho tiempo después de la experiencia que lo ocasionó. Por esa razón deberíamos acudir cuanto antes al médico si hemos vivido un suceso que nos ha tocado de forma especial o si un familiar o amigo nuestro ha sufrido una situación como esta y muestra durante demasiado tiempo algunas de las actitudes de nuestros tres protagonistas involuntarios. Cuando antes se aborde el problema, menos difícil será su resolución con ayuda de un especialista.

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